sábado, 16 de octubre de 2010

Like a Virgin

Cuando era pequeña creía que ir a la moda, vestir bien, era ponerse  un vestido de “princesa”, cuanto más largo y brillante mejor. Mi armario tenía un espacio para la ropa de uso diario, y otro pequeño rincón reservado a los disfraces. Para mí, en aquel entonces,  una bolita con gafas de pasta redondas, enfundarme dentro del vestido de Cenicienta, me transformaba automáticamente en ella, de repente mis gafas desaparecían, mi pelo crecía hasta los pies y  unos ficticios zapatos de cristal estaban preparados para una noche de baile.
Ahora bien, ha pasado el tiempo, y en mi armario ya no están estos disfraces.  Sin que nadie nos obligue, producto del paso del tiempo y de la madurez progresiva, muy progresiva, apartamos todos estos sueños y fantasías de nuestras vidas.  Sin embargo, las mujeres mantenemos una viva: El deseo de volver a tener un vestido largo, pomposo y maravilloso para lucir y brillar como una estrella,  ese, es el día de nuestra boda. El problema está cuando los invitados a la fantástica boda, creen tener también el permiso de vestir como príncipes. Cuando el “se ruega etiqueta” se reinterpreta  y pasa a ser “se ruega disfraz”. ¿Por qué negar el haber disfrutado observando la salida de los novios & cia de una iglesia o ayuntamiento? Hombres con trajes color astronauta, niños sujeta-pétalos vestidos de marineros, señoras- botijo metidas dentro de un vestido a presión, o señoras-lámpara, con tocados y pamelas sólo permitidas en bodas Reales.  Y lo más espeluznante es el momento en que los simpáticos padrinos, grandes amigotes del novio, deciden sustituir los pétalos por granos de arroz, lo cual en más de una boda ha terminado con la intervención de los servicios sanitarios, ya sea porque algún fatal grano de arroz ha ido al ojo de alguien, o bien porqué a la novia le ha cogido un ataque de ansiedad fruto del estropicio que provoca el arroz. Por lo tanto, la paella mejor dejarla para celebrar los cumpleaños.
Hoy, paseando por un bonito pueblo costero, me he visto echándome encima restos de pétalos que había en el suelo delante de una iglesia. Me he imaginado ser esa princesa de cuento a la que le ha llegado su día, con unos preciosos zapatos de cristal y un vestido  de Viviene Westwood, como el de Carrie Bradshow en su primer intento de casarse con Mister Big en la película Sexo en Nueva York.  Me he dado cuenta de lo importante que es para una mujer el día de su boda, no sólo porque va a ser la protagonista del videoclip, sino porqué a partir de ese momento en la declaración de la renta va a marcar “casada” y dejar atrás “soltera”. Ya nada volverá a ser como antes. 

En mi armario ahora mismo no hay espacio para un vestido de boda, ya que en su lugar están montones de vestidos de fiesta, esos efímeros disfraces para mis noches de cuento fugaces en las que el palacio es una discoteca, el príncipe un bufón y lo único que se mantiene es la pista de baile. Sin embargo, ya tengo mis zapatos de cristal, esperando conjuntar con un vestido blanco algún día, y preparados también para afrontar los inevitables ataques de los granos de arroz, en la salida de una iglesia, por supuesto.

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